Esta historia verídica de la cual da fe el reportaje gráfico, llegó a nuestra comparsa para que, sencillamente, quedara constancia de una hermosa anécdota festera. El equipo de redacción ha decido publicarla ya que hechos como éstos son los que nos muestran el carácter de nuestra fi esta: la unión entre festeros, el respeto a los símbolos propios o ajenos, moros o cristianos. Desde estas líneas nuestro agradecimiento.

Esta historia verídica de la cual da fe el reportaje gráfi co, llegó a nuestra comparsa para que, sencillamente, quedara constancia de una hermosa anécdota festera. El equipo de redacción ha decido publicarla ya que hechos como éstos son los que nos muestran el carácter de nuestra fi esta: la unión entre festeros, el respeto a los símbolos propios o ajenos, moros o cristianos. Desde estas líneas nuestro agradecimiento.

Hay quien dice que las fi estas, nuestros Moros y Cristianos, son siempre lo mismo, que todos los años son iguales. Nada más lejos de la realidad. Es cierto que el día dos hay tiros y el tres es San Blas, y que hay desfi les y acompañamientos y música. Por lo demás, cada año es diferente. Sólo hay que abrir los ojos, los oídos, vamos, los cinco sentidos y si se tercia, el corazón. Porque cada día de los cinco que inician febrero, cada año, trae nuevas sensaciones y sorpresas. Por eso la fi esta se mantiene y crece y seguirá cumpliendo siglos.

Veréis, lo que os voy a contar no es un “cuentecico”, no; es lo que pasó en esta leal y noble Villa de Sax y no sólo en sus fiestas, también en el “entretanto”, en el tiempo que media, casi, casi, de Cabildo a Cabildo, aunque en esta historia nos situamos entre febrero y febrero.

Era la noche del cuatro de febrero de 2004, fría como corresponde al mes, pero muy “caldeadico” por el trajín festero. Estaban cenando un grupo de buenos amigos en los Cristianos. Todo bien. La cena, la “charraíca”, las bromas, las anécdotas. Ya el personal comienza a retirarse, que mañana es el último día y quieren aprovecharlo. Se van yendo todos y despidiendo. Entre los comensales había estado el Embajador Moro. Un grupo de cristianos apuró las últimas copas y las últimas bromas y al ir a recoger sus abrigos, allí, en la percha, refulgente, estaba el sable del Embajador. ¿Qué hacer? Porque ya no quedaba nadie y obviamente no iban a dejar tan preciada pieza allí. Solución: el cristiano cogió el sable y decidió llevárselo a su casa para entregárselo a su propietario o cuidador, el Embajador.

Al salir a la calle y encararse con el gélido vientecillo, los amigos se arrebujaron en sus abrigos y comenzaron el paseo de la vuelta a casa.

Por el camino se encontraron con un moro de la Directiva y el cristiano que llevaba el sable le dijo: “mira, me lo ha regalado el Embajador”. El otro moro se quedó a cuadros y al ver que dudaba, los amigos -siguiendo la broma- aseguraron que aquello era cierto, que como el Embajador Moro se quería despedir ese año de las Embajadas, le había regalado al festero el sable. 

Ahí quedó la broma. O eso creía mi buen cristiano, porque al día siguiente cuando vio al Embajador le dijo: “oye, Juan, que tengo tu sable en mi casa. Que anoche te lo dejaste olvidado en la cena” y Juan respondió: “ah, si sí. Ya pasaré a recogerlo” 

Y pasaron. Pero lo que pasaron fueron los días, luego las semanas y los meses. El cristiano le decía al moro: “cuando quieras ven por casa a por tu sable” y el moro respondía: “sí sí. Ya te lo recogeré. Tranquilo”.

Y tranquilamente, se fue acercando febrero de 2005.

Nuestro amigo guardador del sable, pícaro y muy festero, le dijo al Presidente de los Moros: “mira, si llegan las fi estas y no habéis recogido el sable, tendrá que venir la bandera de la Comparsa a casa a por él”. Respuesta: “nada, nada, no te preocupes, eso vamos cinco o seis moros y nos lo das”. Y el cristiano les respondió: “de eso nada, ¿yo que sé si sois moros o cuatro que os habéis vestido así para robar el sable?”. “Pero hombre, que nos conocemos de toda la vida” -respondió el moro- “nada, nada -insistió el cristiano si nos metemos en fi estas, como no venga la bandera el sable no sale de mi casa.

Las fechas se echaron encima, como nos ocurre siempre y el sable del Embajador Moro continuaba guardado como oro en paño por nuestro cristiano. El treinta y uno de enero, Misa de la Comparsa, el Presidente le dijo: “oye, lo del sable habrá que arreglarlo”. Y siguiendo la broma, la respuesta fue: “tú ya sabes lo que hay. Después de un año, como no venga la bandera a recogerlo yo no entrego el sable”. El presidente de la Comparsa asintió en silencio y siguió su camino.

Poco se imaginaba el cristiano lo que iba a dar de sí una broma llevada entre amigos, con ese amor que se le pone a las cosicas de las fi estas. Si bromista él, cumplidores los moros. El día dos, después de la Diana, a la gente le sorprendió que Comparsa, bandera, festeros y músicos, se desviaran de su desfi le hacia el local para el almuerzo y siguieran hacia la calle Castelar. Para el cristiano ese momento, el de verles llegar desfi lando hacia su casa tan serios, tan respetuosos como saben comportarse los moros a recoger el sable del Embajador, era algo espectacular. No daba crédito a lo que veían sus ojos. Serenamente, el Presidente avanzó hacia el portal donde le esperaba el cristiano con el preciado sable entre sus manos. Se saludaron. Se lo entregó al Presidente y este, muy digno, se colocó junto a la bandera con la preciada joya entre sus manos. La Comparsa se puso de nuevo en marcha. El cristiano y cuantos fueron testigos del hecho estaban entusiasmados.

¡Esto es Fiesta! Este es el Sax de nuestros antepasados, con el respeto a la fi esta, a las tradiciones, pero también con la amistad, la sonrisa, las bromas, el saber hacer fi esta con las cosas más pequeñas. Esas que a muchos, a tantos, les pasan desapercibidas. Y así, el día tres de febrero cuando el Embajador Moro se enfrentó a la verbal batalla, el alfanje, como una joya, brillaba en sus manos cortando el aire de aquella tarde de fiesta

Pedro Giménez Barceló

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